La muchacha de largos cabellos rubios y labios tan rojos como la sangre está tirada en el pasto húmedo del bosque. Mira fijamente al cielo grisáceo que anuncia la llegada del invierno, al igual que los dos años desde que se marchó. Desde que su vida se destruyó. Desde que todo lo que creía era perfecto, se fue desvaneciendo como el sol en el atardecer.
El solo pensar en sus últimas palabras le produce una sensación de vacío en el pecho, que, está segura,
jamás se podrá llenar.
"Tienes que irte, es lo mejor. No te amo y jamás lo hice, así que vete y déjame en paz".
Y así lo hizo. Lo dejó en paz...para siempre.
Un ruido entre los arbustos la sobresalta. Se pone de pie en un pestañeo y, así descalza como está, corre a esconderse detrás del gran árbol. El vestido blanco se le ha rasgado un poco, pero ya no le importa. De todos modos, nunca le gustó ese vestido; a diferencia de su madre, que siempre le pedía que lo usara. O bueno, la que
creyó era su madre.
Asoma un poco la cabeza y ve a un hombre. No debe pasar los cincuenta años; viste un costoso traje en blanco y negro y un sombrero de copa. Se agacha, quedando a la altura de una piedra mediana que está en medio de dos grandes troncos, deja al pie de ella la rosa blanca que tenía en la mano, y susurra:
"Era lo mejor, Rose. Tú y yo sabemos que nunca fuiste feliz. Era lo mejor".
Es él, piensa la chica. Luego de verlo por unos minutos, reconoció su bello rostro escondido entre las arrugas y las canas. Sus profundos ojos azules no han cambiado. Pero, ¿qué hace hablándole a una piedra?
No puede esperar más para hablar con él, para pedirle una explicación. Para volver a sentirse segura entre sus brazos.
Camina hasta donde está, sin importarle ser silenciosa en su andar. Se detiene detrás de él y habla, con la voz temblorosa:
"William".
Él no se inmuta. Sigue mirando fijamente a la piedra con aire meditabundo. La chica vuelve a llamarlo, esta vez con más energía.
"¡William!"
No sucede nada. Ella rodea la piedra y se arrodilla, quedando cara a cara con él. Le mira desesperada.
"Will, ¿qué acaso no me ves?"
El hombre suspira, agacha la cabeza y se pierde entre los arbustos por donde vino.
"¡William, espera!"
Es inútil, se ha marchado. Por algún motivo, ella le ha dejado ir. Hay algo que no logra entender del todo. ¿Cómo llamó a la piedra? ¿Rose?
"Mi Rose". Así le decía de cariño, cuando juntos iban tomados de la mano y paseaban por la plaza, sin importarles lo que la gente decía, sin importarles el hecho de que ella fuera la hija del panadero del pueblo.
La chica se levanta y cuidadosamente se pone frente a la piedra. La mira con recelo, sin notarle nada extraño. Hasta que ve algo escrito en ella.
"Rosalie West. 1945 - 1962".
Cierra los ojos con fuerza, tratando de no desmayarse. De un momento a otro se le viene a la mente un recuerdo. Ella, corriendo a través del bosque con lágrimas en las mejillas, llegando al pie del acantilado y cayendo y cayendo hasta sentir el frío del mar taladrar sus huesos; hasta sentir que su último aliento desaparecía y que su cuerpo inerte se hundía en lo más recóndito de las aguas negras.
No, ella no podía estar muerta. Lleva dos años oculta en este bosque, alejada del mundo y de su falsa familia. Alejada de él.
Pero, ahora que lo nota, él se ve mayor. Demasiado.
No, no y no, se dice a sí misma.
No es posible...Esto tiene que ser una pesadilla. Estoy delirando.
Intenta quitar de su pálido rostro cualquier rastro del llanto; sin embargo, al pasar los dedos por sus mejillas, no encuentra lágrimas. Ni siquiera puede llorar.
Suelta un grito de impotencia y corre con todas las fuerzas que tiene. Deja atrás árboles de troncos viejos, flores marchitas y esa piedra que hace de lápida.
Su lápida.
Corre sin destino en específico, corre por la misma razón por la que saltó.
Para tratar de hallar su lugar en el mundo.
Alaska.